Arte y prestigio: ¿cómo superar al intermediario?

Las consecuencias de una difusión sesgada


Envolver la actividad artística dentro de un halo mágico fue una mala idea. Ya lo sabemos. Sirve, no está de más reconocérselo a unos pocos artistas… Mejor dicho, sirve a quienes pueden vender una y controlar el mercado del arte. Porque, como siempre se dice, el verdadero poder no lo tiene el oráculo, sino los sacerdotes que lo interpretan. Así, cualquier artista que sea “descubierto” por el crítico adecuado será bendecido por las mieles de la fortuna. Y, siendo el proceso artístico algo casi mágico, el valor que se le puede adjudicar a una obra es incalculable, al igual que sucede con las antigüedades, cuyo valor no está en el objeto, sino en el certificado que lo autentifica. La obra importa menos que el contexto donde se comercializa.

Esta distancia entre objeto y el costo, sea por los materiales y/o el tiempo de trabajo, es salvada perfecta y convenientemente por esta idea de que en la producción artística existe algo intangible a lo cual no se le puede poner un valor. Y aunque esto suceda en casos muy puntuales, el pensamiento de que “la creatividad” responde a una mecánica casi mágica (que no requiere de disciplina ni esfuerzo) afecta a una miríada de pintores, dibujantes, diseñadores y cualquier otra disciplina que se pueda emparejar tangencialmente con actividades que asociadas con la infancia. Por eso, estas palabras tal vez no sean para vos, que leés esta columna de primera mano. Tal vez esta columna sea para que se la envíes a ese conocido que quiere un retrato, o esa compañera de la secundaria que aparece cada tanto y necesita un volante.

¿Cómo se puede saber que alguien no es cocinero? Porque puede cocinar cualquier cosa con lo que sea.

Un domingo a las siete de la tarde, invadido por un hambre ineludible, me arrastré hasta la heladera buscando esa salida rápida que se pudiese deglutir entre dos panes. La heladera ya sufría las consecuencias de una semana de trabajo y una maratón de películas de terror. Una combinación que hizo imposible la visita al mercado. Por lo tanto, agarré las pocas cosas que quedaban: un poco de harina, medio tomate seco, paté y cuatro nueces. Salpimentado y revuelto, el infame engrudo terminó en el horno. Tan simple como eso. Fui capaz de tal proeza por desconocer totalmente las sutilezas del oficio. Por ignorar las características de los ingredientes y, principalmente, por la total intrascendencia que tendría para mí el resultado. No sabía cómo saldría y no me interesaba. Lo único que quería era algo que no fuese tóxico (o no muy tóxico) y que se pudiese masticar.

Imaginen ahora qué diferente sería la situación de haber tenido yo una mínima idea a la hora de cocinar. O mejor aún, qué hubiese pasado de estar acompañado por alguna persona versada en las artes culinarias. Antes que nada, el hambre. Luego, la indignación ante la falta de ingredientes ya que, con solo verlos, aquel hipotético cocinero -a quien llamaremos Armando- podría inferir sus virtudes y falencias, sus posibilidades (individuales o mediante posibles combinaciones). Yo diría, con las mejores intenciones, “hacé cualquier cosa rápida, así nomás”. Pero, para Armando, cualquier cosa no existe porque, en su mente, todo es un proceso: sabe cómo terminaría cada una de las combinaciones y posibilidades. Símil del Doctor "Raro" explorando los diferentes futuros.

No existe el “cualquier cosa”. Y no existe el “así nomás” porque, justamente, es algo que él decidió estudiar. Lo que debería ser una pista más que clara para saber que el tema algo le importa. 

Extrapolar esta situación concreta al campo que nos afecta no es para nada complicada:

Esteban - Marta, vos que estas con “eso” de diseño, ¿no me harías un folleto en la compu?

Marta - Mmm, bueno, dale - dice, después de utilizar el control mental Jedi sobre sus ganas de salir corriendo y no volver a ver a su amigo. ¿Va a ser para imprimir o para enviar por mail?¿Qué formato tiene que tener?¿Tenés una paleta de colores definida?

Esteban - Sí, eso. Hacé algo “CON ONDA”. - Marta siente la tentación de dejarse seducir por el lado oscuro de la fuerza.

Ahora sabemos que, para Marta, el sencillo encargo de un folleto no tiene nada de simple, porque ella piensa en tipografías, soportes, recorrido visual, paleta de colores, soporte y un largo etc. Porque ella sabe, además, que “onda” es un eufemismo para "algo que me guste, pero no sé bien cómo expresar porque, en realidad, no me puse a reflexionar sobre mis necesidades a la hora de hacer un proyecto; porque, en realidad, no creo que esto te cueste trabajo".

Y, a pesar de ser este un tópico trillado, el trabajo artístico/creativo es trabajo. Nunca está de más ponerlo en evidencia. Pero ahora quisiera ir un paso más allá y volver a los intermediarios, a lo que otorga un valor por fuera del objeto/servicio en sí.

Muy diferente sería la charla entre Marta y Esteban si ella lo recibiera en una oficina, o si trabajase dentro de una agencia de diseño gráfico. Marta tendría los mismos conocimientos, utilizaría los mismos programas y hasta tendría una computadora equivalente. Pero, así como el crítico de arte o dueño de la galería dictamina un costo y valida al artista por fuera de toda capacidad objetiva del mismo -y más allá de las características físicas del objeto-, la percepción de Esteban respecto al trabajo de Marta solo cambiaría al variar el contexto.

Lo inexplicable es que, estando en un momento donde la tecnología nos permite conectar con millones de personas directamente, y pudiendo acceder a las carpetas de miles de ilustradores, animadores y diseñadores para contactarlos sin intermediarios simplemente a través de un mail, elegimos no fiarnos de las personas. Elegimos la sumisión a “las plataformas”, sitios que rejuntan creadores para “facilitar” el contacto con quienes necesiten sus servicios. Como si se pudiese facilitar más aún el contacto en estos tiempos de internet.

Llegamos al absurdo de que cientos de creadores de webcomics terminen por “colgar” sus historietas en sitios ajenos para poder ser leídos e intentar monetizar algo de su trabajo. Siempre, claro está, dejando algo para la plataforma cuando mucho más lógico sería que cada creador armara su blog para difundir su trabajo. Pero no, elegimos el “prestigio” del intermediario. Como un viejo y nocivo hábito, buscamos a los sacerdotes para que nos monten el circo en lugar de hablar directamente con el oráculo.

Etiquetas: La columna de El Santa

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