La histórica lección del color
Por Emilio Gola
En ocasión del reestreno por su 25º aniversario, vale la pena volver a apreciar el uso que La lista de Schindler hizo no solo del color como simbolismo, sino también como visión de pasado y presente de un hecho histórico que dejó horrores y esperanza por igual.
El cine puede ser a color o en blanco y negro. Ambos formatos son maleables, pero el segundo tiene esa connotación nostálgica o apagada que, bien utilizado, puede significar mucho más de lo que parece en un principio. Y Steven Spielberg y su equipo así lo ejercieron en una de las más grandes obras del séptimo arte, la cual tuvo inmediata aclamación desde su estreno en 1993.
Bajo la guía de un director que dejó su marca en el siglo XX y la dirección de fotografía del reconocido Janus Kaminsky, el Holocausto se disfrazó de una paleta de grises interrumpida de forma específica.
Por ejemplo, la niña de abrigo rojo: cuando Schindler la ve desde lo alto del gueto de Cracovia que está siendo evacuado y masacrado, la cámara emite varios planos que remiten a la mirada del alemán y la atribuyen al propio espectador, dando cuenta de esa inocencia que va sorteando una calle caótica y, al mismo tiempo, de la esperanza que es posible divisar en medio de un horror de tal magnitud.
Tiempo después, ella aparece sin vida ante los ojos del propio Schindler. Pero lo que podría significar la pérdida de tal esperanza ante el genocidio nazi se revierte en la constante de ese rojo: el color persiste y resurge ante el trágico gris.
El espanto de la situación deja un mínimo resquicio para lo positivo, representado tanto en la decisión de la dirección de fotografía como en la propia narrativa de Schindler. Es que, a esa altura del film, el protagonista manifiesta una evolución en la forma de pensar sobre su empresa: ya dejará de contratar judíos solo por conveniencia, pues ahora lo hará por su salvación, aunque sea silenciosa como el mensaje de la niña.
Por otro lado, la película sabe descansar en silencios, miradas y una combinación de planos cortos (en estética y ritmo) para marcar la combinación de caos, negociación y hasta amargado humor que significó este período histórico, mientras que la música de John Williams va in crescendo a cuentagotas. Pero el color toma la iniciativa al principio y al final.
Sobre el comienzo, una ceremonia religiosa. Alguien enciende las velas y, así, el primer tono que se ve es uno cálido, uno que remite, de forma simple pero sentida, al mantenimiento de la humanidad y de la comunidad judía, a pesar de lo que está por vivir. Ello se repite posteriormente, un par de escenas antes del cierre, dentro de la propia fábrica de Schindler, justamente la pequeña gran empresa que mantuvo la llama "encendida".
Y tras el final, a modo de epílogo, un efecto de transición muestra el crecimiento de los sobrevivientes del Campo de concentración de Płaszów, quienes caminan directo hacia la cámara y retoman la vida en todo el espectro de la luz. De esta manera, el cine brinda una nueva demostración de recursos visuales sin plantear la simple suma de ellos. A veces, solo se necesita un buen contraste y una decisión acorde.
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