Las cinco mejores ciudades fantásticas

La Biblioteca del Fin del Mundo - 9º Capítulo

Podés ver el 8º capítulo de la Biblioteca del Fin del Mundo en este LINK.

¿Cuáles son los mejores libros, cómics y películas de la historia? En esta serie creada por El Santa (santaplix_el_santa), un muchacho escapa con su carpincho (sí, leíste bien) a través de un mundo posapocalíptico mientras hace la lista de textos a salvar en su... ¡Biblioteca del Fin del Mundo!

Carampí es un poblado que nació y creció gracias al cultivo de la Carasca, una raíz con múltiples aplicaciones medicinales. Fue justamente esto, la gran disponibilidad y variedad (además de la calidad de los derivados de esta raíz), lo que llevó a Cálica a establecer su estudio aquí. El consejo carampiñero y el resto de sus pobladores no podrían haber estado más orgullosos de tenerla como vecina. Pocas personas dentro de los límites del mundo conocido tenían tanto prestigio como ella: Cálica, arrojada matemática, conocedora de los profundos secretos de la física, ingeniera heterodoxa; Cálica, insomne a la fuerza debido a los dolores articulares que llevaba consigo desde sus seis años. Solo con una combinación de ungüentos e infusiones a base de Carasca lograba poner en segundo plano las dentelladas que la enfermedad le propinaba hora tras hora en los límites de sus huesos. Nada más así, ella lograba escuchar sus hermosos pensamientos.

Cálica abrió la puerta con una mano. Con la otra, sostenía una taza que parecía colgar del techo a través de varios hilos blancos y traslúcido.

Los dos viajeros entraron toscos y polvorientos, fruto de su travesía. El estudio de Cálica era una cuidada yuxtaposición de artefactos y libros. Arreglos florales irrumpían en cada rincón. Incluso ella llevaba una corona de flores. Este detalle que, en un primer momento, le resultó extraño a Mahapu (casi contradictorio por la idea que se había hecho de la gran mujer de ciencia que tenía frente a sus ojos) cobró sentido más tarde en los dichos de un pescador a quien compraron suministros. El perfume de las flores enmascaraba el olor de la Carasca que adormecía su cuerpo.

"Los estaba esperando", dijo la mujer de las flores. Hizo un gesto y los tres se sentaron en el centro de la estancia principal. "Cuando cosas terribles pasan, las personas que hacen buscan la guía de las personas que saben… en el mejor de los casos. Por esto estaba esperando la llegada de alguien… como usted y su amigo", hizo un ademán señalando a Mahapu y Machuca. Sin aviso, entró una mujer trayendo varios tipos de panes dulces y dos tazas decoradas, llenas de un líquido morado que constantemente se escapaba en forma de nubes. Mahapu pidió a Cálica que le hablara de las cosas terribles que había mencionado. Lo que para una podía ser un escenario espantoso, para la otra era la promesa de tierra fértil para la aventura. Machuca, sin mucho éxito, intentaba devorar con gracia las delicias que tenía al alcance de la mano.

La mujer de las flores, poco afecta a la actividad física, había cultivado el arte de la conversación en tal grado que escucharla era como ver a un escultor tallando la tela de una araña en el corazón de una nuez. No tardó más de cinco minutos en capturarlos con su relato. Les contó cómo un par de semanas atrás las tres esferas comenzaron a colapsar unas sobre otras en puntos aleatoriamente determinados, algo inocuo cuando una realidad aparecía en el espacio vacío de otro mundo. Pero, al aumentar la frecuencia y la cantidad de puntos de superposición, la catástrofe era cuestión de tiempo. Ya había reportes de ciudades aplastadas por otras ciudades; personas y animales agonizando, fundidas en seres de pesadilla; imposibles funciones de elefantes y garripalos; hombres aparecidos dentro de máquinas.

Amamari, quien vivía en las afueras del pueblo, le había llevado un extraño objeto que había aparecido en su plantación de Carasca. Antes de desaparecer, Cálica tuvo tiempo de examinarlo. El espectrómetro no dejaba duda alguna: la fuente de la anomalía provenía del caótico mundo de Machuca.

"Yo quería volver a mi mundo para buscar a Godzilla, mi carpincho. Por eso le trajimos este libro", dijo el muchacho, aprovechando el gesto despectivo que Cálica había hecho para referirse a la Tierra y que lo había sacado del embrujo de su relato. Mahapu buscó el libro y se lo alcanzó a la mujer de ciencia. "Sabemos que usted tiene…, que construyó un translocador tetradimensional". Mientras la mujer de las flores acariciaba las letras grabadas en el lomo del libro De tiempos relativos y geométricas causales, replicó: "¿Saben cuántas personas tienen el conocimiento, la habilidad y la paciencia de construir un aparato de semejante precisión y belleza?". "Seguramente muy pocos, por ahí tan pocos como personas que tienen ese libro que le estamos ofreciendo". Fue la primera vez que Mahapu veía a su compañero dar una estocada tan precisa. Por fortuna, su pecho era ancho y endurecido como para contener tanto orgullo. Machuca le sostuvo la mirada a Cálica, tal vez por el subidón de azúcar. Ella sonrió. Dejó el libro en una mesa cercana y se internó en el bosque de artefactos y cosas que se ocultaba en el costado más lejano y oscuro de la estancia. Les habló desde allí y ellos se miraron eufóricos pero contenidos, como quien encuentra un trébol de cuatro hojas en una corona funeraria. "Les voy a dar el translocador, aunque crean que solo están buscando a ese tal Godzilla", la voz llegó enrarecida después de rebotar en placas de cobre, tuberías metálicas, engranajes, palancas y frascos de vidrio con innumerables compuestos químicos. "Pero antes, pequeño, quiero que me lleves de paseo". Cálica salió del bosque cargando una esfera del tamaño de un melón.

La superficie del translocador, que descansaba sobre la mesa junto al libro, era la combinación de cientos de anillos metálicos. Cada uno estaba numerado en una escala y unidad distinta. "No son muchas las oportunidades que mi oficio me da para recorrer el mundo. Y, a la vez, para encontrar cosas que me sorprendan, debo adentrarme más y más en la materia, o bien extrapolarme en las lejanías de las estrellas. Por eso, ahora te pido que me lleves de paseo por algún aspecto de tu mundo que me sorprenda. Eso será lo que cierre este trueque". De repente, toda la atmósfera del planeta se concentró en un cilindro que aplastaba la cabeza de Machuca.

En los segundos que le tomó acomodarse en el banco que su anfitriona había ofrecido para su cómoda estancia, Machuca recordó las palabras de Cálica. Había mencionado al elefante y un par de animales más sin inmutarse. También hizo referencia a varias ciudades, algunas trágicamente aparecidas, otras con mejor suerte. Pero ninguna dio la impresión de serle desconocida. El objeto que pudo analizar, según lo descrito, era una notebook: no era aventurado suponer que estaría familiarizada con nuestra tecnología. Se frotó sus nuevas manos y, subido a la ola eufórica del azúcar, dijo: "Doña Cálica, déjeme que la lleve a cinco maravillosas ciudades que no solo serán nuevas para usted. También, como embajador de mi mundo, le aseguro y le doy mi palabra -si al trato le agrega una canasta llena de estos panes- de que ninguno de estos lugares hará daño jamás a su mundo o sus habitantes". Y Machuca construyó castillos en el aire:

Shangri La ("Horizontes perdidos", 1933, de James Hilton)

El valle de Shangri La es un lugar mágico, situado entre las montañas del Himalaya. Allí, nadie envejece ni piensa en la muerte. Este paraíso tibetano fue fundado por el Gran Lama como el último refugio en caso de que alguna catástrofe acabara con la civilización.


Santa Mónica de los Venados ("Los pasos perdidos", 1953, de Alejo Carpentier)

Esta ciudad se ubica en Brasil, pero un intrincado viaje será necesario para poder descubrir sus maravillas. Quizás sea esta la capital desde donde fluye el realismo mágico que perfuma a toda América del Sur.


Amaurota ("Utopía", 1516, de Tomás Moro)

Esta ciudad ideal es la capital de la isla Utopía, nombre que recibe gracias al antiguo rey Utopo. En esta ciudad sin muros, el voto popular es quien gobierna y los bienes pertenecen a la comunidad.


Omelas ("Los que abandonan Omelas", 1973, de Ursula K. Le Guin)

En esta ciudad, un festival celebra la dicha absoluta de todos sus habitantes…. O quizás no.


Macondo ("Cien años de soledad", 1967, de Gabriel García Márquez)

Fundada por José Buendía, esta aldea está tan bien diseñada que ninguna casa recibía más sol que la otra. Era, en verdad, una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.


Machuca dibujó con sus manos en el aire los mapas y planos de todo cuanto dijo, y habló como en trance por más de dos horas sin que Mahapu ni Cálica dijeran una sola palabra. La mujer que había traído la bandeja escuchó, también suspendida en el tiempo, bajo el arco que llevaba a la cocina. Cuando terminó, la mujer de las flores le alcanzó el translocador con una gran sonrisa. "Por un momento, dudé: es un artilugio muy peligroso como para entregarlo a un par de extraños. Pero, si algo sé de tu mundo gracias a Odiseo, es que para completar una empresa tan inmensa es necesario un poco de descaro embaucador".

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