Los cinco mejores videojuegos de disparos
La Biblioteca del Fin del Mundo - 8º Capítulo
Podés ver el 7º capítulo de la Biblioteca del Fin del Mundo en este LINK.
¿Cuáles son los mejores libros, cómics y películas de la historia? En esta serie creada por El Santa (santaplix_el_santa), un muchacho escapa con su carpincho (sí, leíste bien) a través de un mundo posapocalíptico mientras hace la lista de textos a salvar en su... ¡Biblioteca del Fin del Mundo!
Lejos había quedado la torre.
Después de conseguir el libro de cálculos llamado “De tiempos relativos y geométricas causales” -además de una buena cantidad de Parmio- Machuca y la ladrona solamente tuvieron que subir al techo de la torre y esperar el amanecer. Entonces aquella columna milenaria, ya vacía de tesoros y secretos, volvería a los confines de la tierra ignorando que no tenía propósito alguno para seguir existiendo.
Una vez en tierra, iniciaron la marcha hacia Carampí. Allí, según Mahapu, podrían intercambiar el libro por el artefacto que Machuca necesitaba. Serían cuatro días de caminar a paso constante hasta llegar al poblado.
El primer día, desde lo alto de una terraza amesetada, vieron una ciudad a lo lejos. Machuca pudo reconocer la silueta de una de las construcciones. “Es Estambul. Esos son los minaretes de la mezquita de Santa Sofía. Y ahí, en el centro, la cúpula”, dijo mientras señalaba con su mano nueva, ancha como una pala y nudosa como el amarre de una barcaza de pesca. Después de media hora frente a sus ojos, y precedida por un ligero temblor y un destello blanco en el horizonte, la ciudad entera desapareció. Este mismo par de sucesos antecedió, en la tarde del segundo día, a la aparición en el cielo de una decena de artefactos aéreos. En este caso, ninguno de los dos pudo reconocerlos. Y dada la velocidad que llevaban aquellos aparatos, todos se volvieron rápidamente invisibles en el horizonte.
Pasaron las horas de caminata amistosamente, tejiendo teorías que pretendían explicar lo que pasaba con el mundo. Mucho mejor informada, Mahapu le volvió a explicar la teoría de las tres esferas: “el mundo no es el mundo. Son tres mundos, tres esferas concéntricas que giran una sobre otra de manera independiente…"; "y algún hechicero está robando cosas de nuestro mundo para…”, la interrumpió Machuca y, a su vez, fue interrumpido: “¿robar de su mundo? ¿Qué decís? No, nadie quiere nada de su mundo. Su mundo es demasiado caótico”. Machuca no pudo evitar sentirse un poco orgulloso. Siguió tirando ideas. “¿Qué tal un terrorista con bombas interdimensionales? ¿O un ataque de zombis mágicos...?". Las locas teorías -y caminar todo el día comiendo las pequeñas porciones de carne salada y queso que llevaba Mahapu- mantenían a Machuca de buen ánimo y entretenido, sin darle tiempo a pensar en los veinte años de vida que había perdido. Aunque no faltaron momentos en los que la legendaria aventurera y ladrona, de casi dos metros de alto, sorprendía a su compañero de viaje congelado por alguna idea que lo asaltaba sin aviso, con la mirada vacía, detenido a la mitad de alguna acción cualquiera.
Al llegar las últimas horas naranjas del tercer día, descubrieron una planicie escondida. Era tan grande que los árboles que se veían al otro lado parecían arbustos azulados. La tierra estaba hecha un lodazal. A sus espaldas, y rodeando aquella extensión espesa, quedaba la arboleda donde habían recolectado un par de hongos y frutas para comer más tarde. Quedaba poco para llegar a Carampí y, con esas provisiones extras, evitaban el esfuerzo y el tiempo necesario de cazar algo.
Caminaron por el barro, enterrando en cada paso las piernas hasta la mitad del tobillo. Avanzaron trabajosamente en silencio, balanceando los brazos para ayudarse a vencer la fuerza de succión que reclamaba sus pies cada vez que intentaban seguir adelante. Mahapu pisó el extremo de una costilla. Al instante, se hundió en el barro y asomó su otro extremo, salpicando gotas negras directamente a la cara de los viajeros. Frenó en seco. De haber sido un perro, el pelaje del lomo se le hubiese encrespado. Machuca trastabilló cuando intentó cubrirse la cara para evitar la salpicadura. Cayó en el barro dando un grito de impotencia. Ese cuerpo nuevo tenía un peso y unas dimensiones que le eran totalmente desconocidas. En ese momento, hundido en el barro, mirándose de reojo en un pequeño charco, cayó a cuenta de que se parecía un poco a su hermano. Lo recordó en la pieza que ambos compartieron hasta el día que se fue. Siempre de pantalones cortos y alpargatas, jugando al primer Doom en la PC de segunda mano que su padre había conseguido. Y un poco se sintió como en aquel juego, manejando en primera persona un avatar. “¿Por qué no?”, se dijo. “Después de todo, son productos culturales. Una nueva forma de arte. Cualquier biblioteca moderna que quisiera retratar nuestro tiempo debería tener un buen catálogo de... videojuegos de tiros”.
Doom Eternal (2020)
Ideado por ID Software y distribuido por Bethesda Softworks. Recuerdo ver jugar a mi hermana, a finales del siglo pasado, las primeras versiones de este juego. Es la base de cualquier juego de tiros. Esta entrega actualiza de un modo impresionante todo lo "sacado" que hizo de este juego una leyenda.
Valorant (2020)
Lanzado por Riot Games, los creadores de League of Legends, este juego de tiros táctico bebe mucho de Counter Strike. Hay dos equipos de cinco jugadores: uno debe "sembrar" y activar una bomba, el otro debe desactivarla o impedir que se plante. Cortito y al pie.
Fornite Battle Royale (2017)
Desarrollado por Epic Games, esta versión “Battle royale” del juego. Una batalla de hasta cien jugadores que pueden ir en solitario o reunirse en equipos. Un territorio seguro que se reduce a medida que avanza la partida ¿Qué puede malir sal?
Apex Legends (2019)
Desarrollado por Respawn Entreteiment, tiene un entorno de ciencia ficción y comparte el mundo de Titanfall. Es un clásico torneo donde gana el equipo que se mantiene en pie al final de la partida.
Team Fortress 2 (2008)
Desarrollado por Valve, este multijugador tiene un diseño de personajes y un tono desenfadado. Una bocanada de aire puro entre tanto juego militar hiperrealista.
Cuando acabó su lista mental, vio que su compañera se había alejado un par de metros. Tenía las manos cubiertas de barro y sostenía una calavera. La escuchó soltar una seguidilla de frases que no logró entender, pero, por la entonación que le dio, no quedaba duda de que eran quejas y maldiciones. “No te muevas, no te levantes. No levantes la cabeza”, dijo ella mientras se agachaba para terminar acostada en el barro. Él se acercó reptando. Ella sacó un espejo y buscó algo, reflejando el negro horizonte. “Ahí, ¿lo ves? Ese brillo en el monte. Es un ojo”. Un susurro tembloroso fue el eco de esa frase. “La luz mala”, dijo Machuca. La noche ya estaba en lo alto del cielo. “Te domina si te ve. Te pone en un trance y te atrae. Y ya nadie más vuelve a verte. Solo quedan huesos grises como estos”, dijo ella con un tono catastrófico, mientras guardaba el espejo. Sin previo aviso y a unos cuantos metros, a galope ligero pasó un animal. Algo parecido a un ciervo. Avanzaba hacia la luz, con los ojos blancos y la boca llena de espuma. “Shhhh... ¿Lo viste? Es lo que hace el ojo”. Aunque no sabía si aquella luz podía escucharlo, él habló en voz baja, haciendo que las palabras se deslizaran a unos pocos centímetros del barro: “¿Qué vamos a hacer?”. “Esperar. Cálica cree que es un ser que habita a partir de la sexta dimensión. Por eso no puede existir bajo la luz del sol. Dice que eso que vemos es una carnada, Como los peces de los abismos”, contestó ella.
Unos minutos de tenso silencio. La noche se presagiaba eterna. Cubiertos de barro y de frío, empezaron a escuchar los gritos de aquel ciervo. Su carrera suicida había llegado a su fin. Era un lamento de agonía que se extendía sin obstáculos a lo largo de esa explanada kilométrica. Ninguno de los dos tenía el valor de mirarse a los ojos. Pero ella, como alguien en algún momento lo habrá hecho en su lugar, tocó el hombro del muchacho intentando reconfortarlo.
Otro resonar de galope se acercaba. “¿Qué hacés?”, gritó Mahapu, al ver que Machuca apretaba puños y dientes. Ella adivinó las intenciones de su compañero. En cuanto divisó a la nueva víctima, corrió hacia ella en cuatro patas, intentando mantenerse pegado al piso. Se puso de pie justo antes de saltar sobre aquel ciervo en trance. Ensanchó su cuerpo lo más que pudo y, de una embestida, volteó al animal y lo sujetó con brazos y piernas. Dominada por la voluntad de la luz, la bestia se retorcía intentando librarse del abrazo del muchacho. Espesa y brillante, la espuma blanca brotaba de su hocico. “¡Soltalo!”, gritó ella una y otra vez. A pesar de los golpes y los cortes que estaba recibiendo, Machuca no cedía en su empeño. No entregaría tan fácilmente aquella vida a una muerte espantosa.
Mahapu buscó entre sus cosas una pequeña bolsa de cuero y, en ella, una roca de sal. Los ojos enrojecidos del joven aventurero se cruzaron con los del ciervo y, a través de ellos, con la luz mala. Sintió un poco de espuma en la boca. A cada latigazo del cuerpo del animal, más fuerte lo sujetaba. Los brazos y las piernas como una mano gigante, la bestia empecinada en escapar. Ella se acercaba, procurando mantener una capa de barro sobre su cuerpo. En una última embestida, y con una de sus astasla, la bestia abrió en el pecho de Machuca un tajo ineludible y consiguió su libertad. El animal corrió a su muerte. La espuma empezó a filtrarse por la comisura de los labios del muchacho. Las manos cansadas ahora intentaban unir las dos riveras de la herida. Pero el dolor iba quedando como un eco lejano. Se sentía caer por un cilindro negro que solo dejaba ver una luz, y quiso correr hacia ella. Pero ahí estaba Mahapu. Trepó hasta lo alto de su pecho, quedando cara a cara con su compañero. Con dos dedos le abrió la boca, escupió la piedra de sal dentro de la boca de su amigo y la selló con su mano. Esta disolvió la espuma. La influencia de aquel espectral brillo fue mermando. Ella cubierta de barro, sobre él; él, medio enterrado por el forcejeo fútil. A los lejos, otra vez, los gritos agónicos de la nueva presa. Así pasaron la noche.
La mañana siguiente despuntó con una pregunta de Machuca: “¿Por qué no usaste la piedra de sal con el ciervo? Lo podríamos haber salvado”. Improvisaba una venda para su herida con la poca ropa que le quedaba. Ella lo miró por un momento, sin decir palabra. Siguió limpiándose el barro de los brazos, la ropa y el pelo. “Tuviste suerte de que haya sido una bestia temporalmente equivalente esta vez”, suspiró. “No hay suficientes piedras de sal en el mundo”.
Dos días después, los pobladores de Carampí vieron a dos forasteros entrar a su pueblo. Una mujer alta y musculosa junto a un achaparrado hombre fornido. Sin dudar en ninguna esquina, se dirigieron directo al callejón que desembocaba en el estudio de Cálica. Llamaron a la puerta y esta se abrió.
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